MI INFANCIA.

Tengo algunos confusos recuerdos de mis primeros años de colegio y otros claros como si acabara de vivirlos.

Aquella época estuvo marcada por la presencia continua de las monjas en mi vida, algo que se ha repetido como una constante hasta la actualidad.

Recuerdo mi baby negro que no me gustaba nada y después el de cuadros azules y blancos que ya estaba un poco mejor y que me gustaba llevar impecablemente planchado; recuerdo las clases tan numerosas de entonces y el miedo a que algunas niñas que eran mayores que yo, pero que estaban en mi clase, me pegaran sin motivo. Una vez cuando yo tenía siete años salieron detrás de mí al terminar el colegio, diez o doce niñas a las que, cuando miraba para atrás mientras corría como una loca, las veía cual jauría humana que me despedazaría si me alcanzaba. Todo porque yo vivía en un barrio diferente y socialmente mejor visto. No me alcanzaron porque correr rápido era una de mis cualidades que por supuesto ya ha quedado atrás como tantas cosas que se dejan en el camino.

Si llegan a cogerme, probablemente, casi con toda seguridad, no estaría aquí escribiendo esta carta. Ese episodio me marcó durante mucho tiempo.

También recuerdo el complejo que yo tenía – antes no se llamaba así- por mis orejas de soplillo y el daño que me hacían mis compañeras cuando entre bromas y risas me llamaban “Dumbo”.

Por supuesto también tengo recuerdos agradables: nunca olvidaré a mi primera maestra: Sor Remedios; una monja alta y muy cariñosas que a mí me parecía guapísima, dato que después he podido comprobar que nunca se correspondió con la realidad pero que me ha hecho comprender también que la belleza que emana del interior puede hacerte percibir así las cosas. Era mucho tanto el cariño que repartía y la dulzura que desprendía que hubiera sido imposible ver las cosas de otra manera.

Un hecho que me marcó positivamente fue una vez que, delante de todas las niñas de mi clase, me escogió esa misma maestra a mí y a unas cuantas niñas más para recortar las piezas de un Belén de papel asegurando que éramos las cinco que mejor pulso teníamos. Nunca me había sentido tan importante ni tan orgullosa de mí misma. ¡Fue el mejor trabajo recortable de mi vida!

Por supuesto, recuerdo también a mi amiga del alma, Carmen Mari, con la que sigo compartiendo esa maravillosa amistad que comenzó cuando teníamos tres o cuatro años y cuando todo nuestro mundo se reducía a jugar con muñecas a veces y a intentar , a duras penas, mucho más ella que yo, comprender el comportamiento de los adultos.

Recuerdo también como algo que no me gustaba nada la expresión “cantar o jugar de bulto”, que quería decir que sólo estabas allí para aumentar el número de miembros del coro de la iglesia o del equipo de juego pero que tu papel no era ni mucho menos decisivo en ningún sitio.

He tardado mucho – unos cuarenta años- en subir mi autoestima hasta una altura razonablemente moderada, algo que ahora me hace inmensamente feliz.

Por supuesto, a ese aumento de mi autoestima han contribuido y siguen contribuyendo muchas personas – o al menos algunas- que me quieren y que están descubriendo todo lo bueno que hay en mí aunque por supuesto también descubren lo “no tan bueno” pero aún así, me quieren como soy.

A todas ellas tengo que darles las gracias. Gracias también a las maestras que integran este grupo de trabajo y por supuesto a la asesora y amiga Mª Paz Martos que me han ofrecido la posibilidad de incorporarme a este grupo de trabajo y con quienes estoy segura que viviré experiencias inolvidables.

 

 

María A. Domínguez Márquez - Maestra de Primaria.