De pequeña yo quería ser mayor, y no quería ser maestra cuando fuera mayor. Todo esto se me ocurrió cuando empecé a ir al colegio, una de las grandes ilusiones de mi vida, por cierto, a la edad de seis años. Aunque parezca una contradicción no lo es, como suele ocurrir con casi todas las contradicciones, sobre todo a los seis años. Resulta que el colegio estaba al lado de mi casa y por aquel entonces aún no tenían preescolar, así que yo tenía que ir a una “miga”, donde a decir verdad no recuerdo muy bien que hacíamos aparte de cantar canciones sobre barcos chiquititos , burros azules y muñecas enfermas o al revés, jugar en un patio y bajar unas escaleras con una cartera de charol verde . Eso sí la señorita era muy simpática y todavía no sabía yo nada de maestras ni de colegios. ¡Aquel colegio redondo de mis sueños! al que sí acudían mis amigos mayores, no siempre con muchas ganas todo hay que decirlo, pero al que yo me moría por ir. ¡ Y por fín llegó el gran día, qué momento!, o mejor dicho ¡cuántos momentos! Como ya he dicho mi escuela era redonda y ese fue su nombre siempre, que así la llamó todo el mundo, La Redonda , como un apodo de los de solera , redonda y azul, blanca también y verde pizarra, pero sobre todo azul, con unas escaleras en el centro que luego se dividían en dos bajo una claraboya blanca y azul, porque esos son los colores de mi escuela, luminosos, claros y radiantes. Mi primera clase, estaba en el piso de abajo, a la izquierda y tenía forma de triángulo o de trapecio más bien, pero eso lo aprendí mucho después porque a mí me parecía una porción de queso, con lo cual los roedores, tan habituales protagonistas de mis primeras lecturas se me hacían muy familiares. Por cierto¡ que aventura, aprender a leer , saber lo que dicen las letras, las palabras, los libros y poderlo escribir!. Mi maestra nos enseñó con el método onomatopéyico, que requiere gran habilidad no solo fonética sino física. Con aquellas clases de auténtica expresión corporal y grandes dosis de paciencia por parte de mi maestra yo fui una lectora veloz e insaciable y también insufrible, cuando demostraba mis logros onomatopéyicos a la familia y vecinos. Como podréis comprobar con semejante panorama parece que lo más normal hubiera sido amar el magisterio, pero el “quid” de la cuestión está al principio de este pequeño relato, lo que en realidad yo añoraba era subir las escaleras e instalarme en los cursos superiores, donde debían suceder cosas estupendas. ¡Ay, pobrecita mi maestra! ¡Ella nunca sube las escaleras, ni pasa de curso, ni se entera de nada!
P.D. Al final acabé siendo maestra, como se puede imaginar, sobre todo porque lo que descubrí en el piso superior de mi escuela fue fascinante. JOSEFA ROCÍO MACÍAS VÁZQUEZ. Maestra de E.I. |
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