Cuando pienso en mis recuerdos del colegio me basta cerrar los ojos y casi parece que llega hasta mí ese olor suave, dulzón y aromático de un brasero encendido al cual se le ha echado alguna hierba olorosa para que se inunde todo de ese aroma tan peculiar; el olor de mi clase de párvulos.
Era un colegio grande y muy antiguo con una galería donde nos poníamos todos los días en fila con nuestros babis de cuadritos azules y blancos y nuestros zapatos “Gorila” de aquella época. Recuerdo un patio de recreo muy grande y mis primeros juegos con la pelota, la cuerda y el elástico. Y como no acordarse de aquel enorme salón de actos con el suelo de madera al que estábamos deseando ir para zapatear y oir el ruido de nuestros pasos. Junto con ello el recuerdo de mis primeras amigas, y como no, de mis primeras maestras. Una monja, madre Amalia, y una señorita, la señorita Pilar de la que me encantaba todo, su forma de vestir siempre tan conjuntada, su forma de hablar, su gran melena y sobre todo, como nos enseñaba y las cosas que hacíamos con ella. Yo era una niña feliz a la que le costó mucho adaptarse al colegio, lloraba mucho y un día hasta me mandaron a casa porque no dejaba de llorar; pero cuando pasó esa etapa a la cual hoy en día llamamos periodo de adaptación, me lo pasaba muy bien a pesar de los escasos recursos con los que se contaba en aquella época. Rápidamente aprendí a leer y escribir en la clase de párvulos y ahí empezó mi gran pasión que dura hasta hoy: la lectura. Recuerdo leer y releer los libros, y ,como no recuerdo aquel famoso “Senda” del que acabé memorizando sus páginas de tanto pasar por ellas. Fui creciendo junto con mis maestras la señorita Carmen y la señorita Pepita y un buen día mi colegio se cerró. Todas lloramos el último día de estancia en él. Lo derribaron y construyeron uno nuevo más bonito, más amplio, más moderno. Volví a él en mi último curso pero ya no era lo mismo, faltaban mis clases, mis maestras, incluso aquel suelo de madera; todo era nuevo. Atrás quedaban aquellos años de aprender, de descubrir, de compartir; sólo quedaban mis recuerdos. Alguno de ellos aún los conservo en una caja como uno de mis tesoros más preciados: unas fotos en blanco y negro, mis notas, mi Libro de Escolaridad. De vez en cuando abro esa caja y nada más abrirla vuelve a mí ese olor dulzón del brasero que inunda mis recuerdos de mi primer colegio.
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