Pasteur y la bacteriología
En 1855, en la creciente ciudad industrial de Lille, Pasteur, entonces un joven profesor de química, entró en contacto por vez primera con la actividad de los fermentos vivos. La cerveza y el vinagre, que generalmente son buenos, a veces, inexplicablemente, no lo son, y Pasteur, al no encontrar explicación química para ese fenómeno, los examinó por medio del microscopio. Así descubrió que cuando la fermentación es normal se observan las pequeñas células redondas de la levadura ya estudiadas en 1839 por Caignard de la Tour (1777-1859), pero que las fermentaciones anormales se caracterizan por contener diversos organismos, a los que llamó vibrios, por vibrar continuamente en el campo de visión del microscopio. Pero Pasteur se había ocupado ya de la actividad química de los seres vivos en la producción de "moléculas asimétricas". Sus experimentos con mohos le habían convencido de que los procesos de la fermentación se deben a los organismos vivos y no a inertes reacciones químicas. En tanto que químico, no se limitó a estudiar la apariencia de los microorganismos, sino que observó también su comportamiento químico. Determinó cuáles de ellos pueden vivir en el aire y cuáles no, y como consecuencia de esto estableció algunos procedimientos ingeniosos y prácticos, incluido el que hoy conocemos como pasteurización, para evitar que se interfirieran en la producción de a cerveza o el vinagre.
Estos conocimientos acerca de los organismos vivos y su papel en la fermentación fueron los que incitaron a Pasteur. a formular su vigorosa negativa a la posibilidad de una generación espontánea e a vida que le condujo a su famosa discusión con Pouchet (1800-72). Mostró que si se eliminaban los invisibles microbios del aire, las sustancias vegetales y animales podían permanecer indefinidamente incorruptas. De este modo convenció al mundo ilustrado de la bondad de los métodos empleados por el cocinero Appert, en 1810, hirviendo los alimentos y conservándolos en vasijas de vidrio cerradas herméticamente; la idea sirvió de base para la gran industria de las conservas. Se objetaba, sin embargo, que las vasijas de Appert no contenían oxígeno, y que ésta era la causa de putrefacción; pero Pasteur demostró que aunque se filtrara el aire el procedimiento era igualmente efectivo para impedirla.
La preocupación de Pasteur por el aspecto orgánico de la fermentación también le llevó a oponerse a la idea de von Liebig según la cual ésta se debe a un fermento químico específico, y su éxito determinó el abandono casi general de tal idea. Con todo, en 1897 E. Buchner (1860-1917), casi accidentalmente, consiguió aislar un fermento de esas características, iniciando el estudio de las enzimas. Tanto Liebig como Pasteur estaban en lo cierto: la fermentación es producto de un fermento, pero ese fermento sólo puede ser elaborado por un organismo vivo.
La misteriosa enfermedad del gusano de seda y la teoría de los gérmenes
En 1865 Pasteur emprendió otra tarea más difícil. Las nuevas industrias francesas dependían en gran parte del abastecimiento de seda, y su producción estaba amenazada de extinguirse por una misteriosa enfermedad del gusano de seda. Pasteur fue encargado de investigar sobre ella. En aquella época tenía tan poco de naturalista que no sabía siquiera lo que era un gusano de seda ni que la crisálida llega a convertirse en mariposa. No obstante, tras un período de intensa investigación advirtió que la enfermedad se debe a una especie de organismo que en realidad vive y crece en el interior del cuerpo de la oruga, hallando así la clave para atacar la enfermedad.
A partir de entonces empezó a pensar cada vez más que las enfermedades de los grandes organismos, de los animales y del hombre, se deben a causas similares, a diminutos gérmenes patógenos. La idea no era nueva: se trataba, en efecto, de algo tan viejo como la enfermedad misma, según atestiguan los fenómenos de la infección y de las epidemias. En realidad hacía ya tiempo que Jenner había dado el primer paso oficial práctico para dominar la viruela por medio de la vacunación, que presuponía la existencia de un virus activo de la enfermedad en una forma atenuada en contraste con la drástica inoculación de la viruela misma que se había practicado durante siglos. Sin embargo, los gérmenes de la enfermedad nunca habían sido hallados, y los médicos profesionales, influidos todavía por doctrinas aristotélicas o hipocráticas, se negaban a admitir su existencia. Los gérmenes, con todo, ya habían sido observados hacía años por Leeuwenhoek por medio de sus sencillos, pero excelentes microscopios, aunque no le parecía que hubiera una clara relación entre los diminutos seres observados y las enfermedades que afligen a los animales y al hombre.
Tras acumularse pruebas durante más de doscientos años, el descubrimiento de la función de las bacterias acabó siendo cosa obvia. Como en otros casos, Pasteur no fue ni el primero ni el único en llegar a él. Koch (1843-1910), un médico rural alemán siguiendo a Davaine (1812-82), estudió la multiplicación del bacilo del ántrax y desarrolló un método para hacerlo vivir en gelatina que hizo posible la obtención de cepas puras. Más tarde utilizó este método para aislar a los agentes de la tuberculosis y del cólera. Lister (1827-1912), en Escocia, desarrolló las técnicas prácticas de la antisepsia, consiguiendo que empezara a descender de tasa de mortalidad en los hospitales. Pasteur, no obstante, fue el principal campeón de la lucha contra los microbios.
Pasteur contra los médicos
Por su devoción al bien de la humanidad y su terrible fuerza de carácter, más que por fría argumentación científica, Pasteur consiguió romper la oposición a su nuevo enfoque de la enfermedad, pero esta oposición fue feroz y agrupó en su favor a casi todos los médicos. Pasteur necesitó toda su antigua fama de buen químico y todo el prestigio adquirido como consejero industrial y como vencedor de la enfermedad del gusano de seda para persuadir a las autoridades de los diversos hospitales de que adoptaran lo qué hoy consideramos las más elementales medidas de asepsia. Pero una vez que hubo demostrado los resultados de la inmunización, primero con el ántrax del ganado y luego con la hidrofobia en el hombre, el entusiasmo popular obligó a los médicos a aceptar sus ideas.
La revolución introducida por Pasteur significó de hecho la fundación de la medicina científica. En los siglos anteriores se había adelantado mucho en el conocimiento del cuerpo humano y de su funcionamiento tanto sano como enfermo, pero se trataba solamente de una semiciencia, capaz de predecir y paliar los síntomas pero falta de los medios de dominar la enfermedad por medidas preventivas eficaces o curándola. Las escasas medidas preventivas, como la cuarentena y la vacunación, o la cura mercurial para la sífilis y la quinina para la malaria, no eran más que la utilización inteligente de descubrimientos casuales o de tradiciones tribales. Puesto que no se basaban en teoría científica alguna no eran susceptibles de generalización y de utilización para la curación de otras enfermedades. Sin la teoría de los gérmenes era imposible comprender lo que ocurre en las enfermedades infecciosas, y los médicos tenían que dejarlas seguir su curso o incluso contribuir involuntariamente a su difusión.
El control de las epidemias
Cuando se comprendió claramente la teoría de los gérmenes y la técnica de su aplicación docenas de médicos se dedicaron a estudiar las enfermedades infecciosas, buscando el germen que as causaba y a menudo o, aunque no siempre, hallando un suero inmunizador o curativo, o indicando las precauciones necesarias para detener las epidemias. Contrarrestadas por las mejoras sanitarias empezaron a desaparecer de Europa las enfermedades de origen hídrico como el tifus y a disminuir la mortalidad infantil debida a la difteria. A su vez, algunos azotes como el cólera, la peste y la malaria fueron dominados salvo donde la pobreza hacía que las nuevas medidas fuesen imposibles de aplicar.
El mismo éxito de la teoría del origen de la enfermedad infecciosa por gérmenes patógenos, al mostrar el modo de dominar las más agudas enfermedades que diezmaban al género humano en la infancia y en la juventud, cegó a la opinión pública, y en menor grado a los médicos durante algún tiempo, impidiendo reconocer que sólo se había derrotado a la vanguardia de las enfermedades y que el tratamiento de las mismas, como producidas por agentes externos, descuidaba las reacciones del cuerpo. Quedaban todavía, para desafiar a los médicos del siglo XX, los mortales enfermedades de la diabetes, las enfermedades cardíacas y el cáncer. Sin embargo, a través de la bacteriología la ciencia entró de una vez para siempre en el dominio de la práctica médica convirtiéndose en segunda parte esencial de la tradición médica.
La obra de Pasteur y de sus discípulos, así como de las restantes escuelas de bacteriología, significó para la ciencia mucho más que sus consecuencias prácticas inmediatas por críticas que fueran éstas en la historia de la civilización. Pasteur demostró que ni siquiera los organismos más simples nacen ex novo, es decir, que no se produce en la tierra creación nueva de vida. Que los organismos diminutos viven es cosa que se podía dar por cierta por sus movimientos y su reproducción. Pero su vida debía ser muy diferente a la de los organismos superiores, sería una vida esencialmente química más que mecánica, dependiente más de su arquitectura molecular que de su arquitectura externa. De este modo Pasteur se convirtió en uno de los grandes precursores de la revolución de la bioquímica del siglo xx.
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