Cuando leemos la prensa diaria o las revistas y publicaciones periódicas, o vemos programas informativos y documentales en la televisión, nos encontramos con constantes referencias al tema de la salud en sus más variados aspectos. El origen y tratamiento de las enfermedades, la contaminación del ambiente por la actividad industrial, el control higiénico de los mercados, el precio de los medicamentos y la problemática de la asistencia médica son temas que frecuentemente se analizan en los medios de comunicación social, planteándose ante la opinión pública a veces con un criterio polémico. Estas continuas referencias pueden interpretarse como un reflejo de la preocupación que a todos los niveles existe en nuestro tiempo por la salud, tanto individual como colectiva.

En una época en que florece el terrorismo, en la que a menudo se ignoran los derechos humanos, en la que estallan guerras locales y "limpiezas étnicas", y en la que el modo de vida que hemos adoptado nos ofrece variadas posibilidades de amenaza para la vida humana, parece como si la defensa y la promoción de la salud de las personas se hubiera convertido en un objetivo cuyo logro tuviera la virtud de neutralizar tantos aspectos negativos que el propio ser humano desarrolla en su actividad vital. Nunca como en nuestro tiempo ha reflejado el sentir de la comunidad tanta preocupación por los temas sanitarios. Realmente, este sentimiento es explicable porque se tiene conciencia de que los avances de la higiene, el perfeccionamiento de la técnica y el mejor aprovechamiento de las posibilidades que ofrece la elevación del nivel de vida de las colectividades permiten alcanzar un estado sanitario como nunca había disfrutado la Humanidad en tiempos pasados. Es lógico, por tanto, que se exija a los organismos rectores de la sociedad la instrumentación de unas normas eficaces para el mantenimiento de la salud de las personas.

En este sentido, el reconocimiento del derecho a la salud está unánimemente admitido en nuestros días por todas las sociedades, pero a esta situación no se ha llegado sin tener que salvar numerosos obstáculos en los dos últimos siglos. Ha sido necesario este período de tiempo, con el desarrollo de importantes acontecimientos históricos, para que el reconocimiento de este principio se extendiera por todos los países y fuera aceptado por todos los Estados. Se suele considerar que la primera declaración formal que tuvo verdadera trascendencia en la opinión pública fue la Declaración de Los Derechos del Hombre y del Ciudadano, formulada por la Asamblea Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789. Aun cuando esta Declaración no se refirió expresamente a la salud, supuso un reconocimiento global de los derechos sociales de las personas, reuniendo en un cuerpo de doctrina los criterios de la filosofía frnacesa del siglo XVIII –Voltaire, Rousseau, Montesquieu- en aplicación de los derechos naturales definidos por los enciclopedistas. Por lo que se refiere en concreto a la salud, la preocupación de los poderes públicos a lo largo del siglo XIX se centró en dos grandes campos: de una parte, el sanitario, dominado por las graves epidemias de enfermedades transmisibles, y de otra, el nacimiento de una primitiva Seguridad Social. La necesidad de una salud colectiva se desarrolló con un planteamiento sanitario, mientras la Seguridad Social atendía preferentemente a la salud individual, que rápidamente se hizo extensiva al núcleo familiar. La conjunción de ambas tendencias llevó, de una manera lógica y casi obligada, a la fructificación de un concepto de salud que comprendía sus aspectos individuales y comunitarios, y que, afortunadamente, ha transcendido de la definición de un principio general a la norma positiva de las Constituciones de los pueblos y del desarrollo legislativo de los Estados.