Mi casa es
esta. Es evidente que no la veis, quiero decir, imagináis. Porque aún no he
puesto una palabra sobre ella. ¡Ah, qué importantes son las palabras! Las palabras
inmortales, las que sobreviven a todas las experiencias, a todos nuestros
presentes:
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
(Blas de Otero, En el principio)
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Abro con la llave que me ha dado el director del orfanato. Tengo compañía. Detrás de mí, el pariente que acabo de conocer. Lo miro —quiero decir que lo mira Fernando, un joven huérfano frente a la puerta de una casa tan lejana en el tiempo como en su recuerdo— y con una sonrisa hace un gesto con la cabeza para que atraviese el quicio de la puerta.
—La casa de tu abuelo, Fernando. Ahora es tuya. Abramos las ventanas para que entre de nuevo el sol. Hay que hacerle saber que has vuelto y que eres el hijo de Violeta García de Sousa. Que te dé la bienvenida.
Así lo hace. Parece conocerla muy bien, la disposición de los muebles, el lugar de las habitaciones, los interruptores...
—Me he permitido cuidártela hasta que vinieras. Bueno, en realidad, se la cuidaba a Violeta. Me lo encargó antes de partir a Portugal. Mira —y da una vuelta al interruptor de porcelana que brillaba en la pared— lo último en instalación eléctrica.
Enciende la luz del pasillo y me guía a las habitaciones, la cocina, el cuarto de baño. Y luego, de vuelta al salón, me dice que lo perdone, que debe salir un momento, que tiene que hacer algunas cosillas y que me deja solo para que vaya familiarizándome con mi nuevo hogar.
El silencio empieza desde entonces a hacerme compañía. Este pariente es un hombre extraño. Dice que es primo segundo de mi madre, pero el joven Fernando no encuentra en él ningún rasgo que le recuerde a su familia. No sabe si fiarse. Es joven, pero también huérfano en un país donde ha habido una Guerra Civil, donde los vencedores no se han conformado con vencer y ahora quieren lo más íntimo de cada uno de los que vivimos aquí. No me fío. Pero es el único contacto que tengo con mi madre.
Miro las fotos colgadas de las paredes, las que se disponen sobre el aparador y la mesa del salón. Es ella, tan guapa, y una mujer ya mayor, mi abuela. De pie, detrás como un pantocrátor civil, un hombre vestido de militar, será el abuelo. Otra: ella en la fachada de la Facultad de Ciencias Jurídicas. Otra: ella conmigo en brazos. Otra: ella cogida de la mano de un joven barbudo con mis mismos ojos. Sostengo la foto y la mirada del hombre del retrato. Y surge en mí la curiosidad.
—Es Fernando, tu padre —dice la voz del pariente. No has cerrado bien la puerta. Tienes que asegurarte que la cierras bien.
—¿Cómo que mi padre? ¿Quieres decir que está vivo? ¿Vive aquí en España? ¿Por qué no lo recordaba?
Apenas conozco a este hombre que me desvela de esta manera tan fría un misterio, pero le pregunto con ansiedad. Sonríe paciente. No me responde a ninguna. En su lugar se abre la chaqueta y saca una carta con reborde de correo aéreo y me la ofrece.
—Toma, ya es hora de que la tengas tú. Seguro que tu madre guardó muchas más por aquí, bien guardadas por lo que pudiera pasar. Esta me dijo que te la diera yo. No sé qué pone... Y antes de irme, deja que te ayude a instalarte.
La maleta del recibidor pasa a la habitación que va a ser la mía. La abrimos y colocamos la poca ropa que contiene en perchas del ropero. Y luego los libros, en la librería del salón, cada uno en el hueco que le correspondía y que les aguardaba hacía mucho tiempo. Luego hablamos de las últimas novedades editoriales. Me anima a ampliar aquella biblioteca que empezó hace mucho años.
Se despide de mí hasta mañana con un apretón de manos. Pero, antes de irse, vuelve y me abraza. Me dice al oído:
—Adelante.