Historia inicial


Las personas rara vez nos conformamos con lo que tenemos. Siempre estamos buscando la forma de mejorar nuestras vidas, de ahí que intentemos adaptarnos a los cambios que tienen lugar en torno nuestra, y tratemos de amoldarnos a la nueva situación.

Eso viene ocurriendo desde hace muchos siglos, miles de años incluso. Pero no nos remontemos tan atrás, no es necesario. Basta con que analicemos lo ocurrido en los dos últimos siglos para que entendamos lo que la frase anterior quiere decir.

Las condiciones de vida cambian porque el sustento económico no siempre es el mismo. En cada época hay una determinada faceta de la economía que ha predominado sobre otra, y actualmente sigue ocurriendo lo mismo. Es el final de un largo proceso que todavía dista mucho de haber finalizado.

Para analizar estos cambios, utilicemos un ejemplo que los resuma. Se trata de conocer el devenir experimentado por un pequeño pueblo del sur de Andalucía, se encuentra en la costa, relativamente cerca del estrecho de Gibraltar. Esta localidad, llamémosla con el nombre supuesto de Villa del Mar, nos va a servir para comprobar cómo los recursos económicos de una población cambian con el tiempo, y como sus habitantes han de amoldarse a esos cambios para intentar vivir cada vez mejor.

Nuestra historia comienza hace nada menos que casi tres milenios. En aquel momento, unos navegantes, que procedían del Mediterráneo oriental, observaron que en un determinado lugar de la costa existía una buena rada para desembarcar. Tras sopesar otros posibles lugares, decidieron escoger este para levantar un pequeño muelle y construir unos edificios que sirvieran como lugar de almacén para comerciar, a través de ellos, con los pueblos que habitaban en el interior. Fue la primera función económica que tuvo la población, la de servir como punto de encuentro para las transacciones comerciales entre los extranjeros y los nativos de la tierra.

Con el paso del tiempo, aquellos navegantes dejaron de visitar este lugar. Sus edificios se fueron poco a poco arruinando, y aunque luego otras culturas y otros pueblos pasaron por el lugar, ninguno de ellos dejó constancia directa de su presencia por allí, pero aún así, algunas personas se habían establecido entre los restos de los antiguos edificios y en ellos desarrollaban su vida de la mejor manera posible.

Durante siglos, sus descendientes vivieron de la tierra y del mar. Pescaban en los alrededores de la costa sin alejarse demasiado de ella. No obtenían un gran número de capturas, pero era lo suficiente como para alimentar a aquella pequeña comunidad de pescadores.

Algunos de ellos, los más avezados, se atrevían incluso a ir a unos lugares próximos al estrecho. Por allí pasaban en ocasiones bancos de atunes que una vez al año se acercaban por aquellas costas. Había pescadores especializados en su captura, pero casi siempre necesitaban a gente que les ayudase en esa faena, de ahí que ocasionalmente aceptaran a otras personas que venían desde fuera para trabajar con ellos.

El pueblo era pequeñito, pero algunas personas disponían de un pequeño huerto en la zona del ruedo en los alrededores del poblado. Esos pequeños huertos trabajados con esmero y con tesón, daban su cosecha de legumbres todos los años, e incluso podían sacarse de ellos algunos frutos, como cítricos e higos.

Otras personas tenían algunos rebaños con animales, generalmente de cabras, que pastaban en las colinas cercanas. Daban un rendimiento escaso, pero tampoco necesitaban grandes cuidados, de manera que algunos practicaban el pastoreo todos los días para que los animales pudieran alimentarse y dar leche y carne.

Esa fue la rutina del lugar durante muchos siglos. Los cambios eran escasos, y eso que otras aldeas y sobre todo otras ciudades empezaban a despuntar y a crecer, pero la localidad seguía estancada en su forma de vida tradicional.

Sin embargo, algunas personas habían plantado algunos viñedos en las proximidades de la población, y el fruto que obtenían de la uva tenía un sabor agradable. En un momento determinado, alguien pensó en sacarle mayor partido a aquello y se propuso aumentar la producción para embotellar el caldo resultante y venderlo a sus vecinos y, ¿por qué no? también en los pueblos y ciudades más próximas.

La idea tuvo éxito y, aunque la producción no era muy abundante, el negocio fue prosperando poco a poco. Pero producir vino en una pequeña bodega necesitaba también de herramientas e instrumentos que el pueblo no tenía ni fabricaba.

Un día llegaron algunas personas que decían provenir de tierras más al norte. Se dieron cuenta de que varias localidades próximas a Villa del Mar (ya empezaba a ser conocida así) se encontraban en una situación similar. Producían buenos vinos, pero faltaban barricas para almacenarlo y venderlo. Pronto empezaron a construir toneles donde conservarlo. Pero para los toneles hacían falta a su vez arandelas metálicas que los mantuviesen unidos, para que las baldas de madera no se separaran.

Alguien decidió que había que construir una pequeña fundición para abastecer de esas duelas metálicas a los toneleros. Nació así una pequeña industria que pronto fue cobrando auge. Incluso llegaron personas de otros lugares cuando se enteraron de que hacía falta personal para trabajar en la empresa.

Durante varias décadas, el negocio se mantuvo, e incluso parecía que con el tiempo prosperaba. Pero llegó un momento en que ya no fue así. Para mantener los hornos hacía falta mucha madera para utilizarla como combustible, y los bosques de los alrededores ya no daban mucho más de sí. Tampoco había metal barato, había que traerlo desde muy lejos, y las vías de comunicación eran muy escasas y se encontraban en mal estado.

De esta forma, la fundición se fue viniendo abajo cada vez más. Llegó un momento, en que acabó por desaparecer, dado que otras fábricas de otros lugares lejanos eran mucho más rentables que ella, y que la empresa no podía hacer frente a la competencia que desde el norte le hacían otras industrias, que vendían sus mismos productos mucho más baratos.

Villa del Mar se encontró otra vez con una vuelta al pasado. Pero había una diferencia, la gente ya no se conformaba con vivir a duras penas de la tierra, y querían una vida mejor para ellos y sus hijos. Muchos decidieron marcharse. Algunos tomaron barcos en puertos lejanos y se fueron a un continente distante. Otros se quedaron en España.

Algunos de ellos se fueron a las capitales de las provincias más cercanas, otros más decididos tomaron un rumbo más lejano y se marcharon hacia regiones más industrializadas del norte del país, en las que se reclamaba mano de obra. Hubo incluso quien pensó en marcharse aún más al norte, donde parece que el trabajo era más abundante y mejor pagado, aunque eso sí, habría que aprender otras lenguas distintas.

En esta tesitura se encontraba la población de la localidad cuando, sin esperarlo, comenzaron a aparecer durante los veranos personas vestidas de formas un tanto extrañas y que hablaban idiomas extranjeros.

El turismo era todavía algo raro para la mayor parte de los habitantes del lugar. Pero muy pronto se acostumbrarían a ello. El pequeño puerto pesquero, las playas de arenas finas, el Sol que brillaba con fuerza en verano, la proximidad de unas montañas con paisajes diferentes y el caserío blanco y de calles estrechas llamaba mucho la atención a aquellas personas que venían del norte de Europa.

Primero preguntaron si había pensiones donde dormir y fondas donde comer. Algo se les fue apañando. Pero como pagaban pronto y bien, los más avispados empezaron a entrever un negocio en los visitantes ávidos de Sol y de buen tiempo.

Antes de que los más emprendedores se lanzaran a ello, ya había quien había tenido la misma idea, solo que a escala mucho mayor. Pronto aparecieron anuncios pidiendo personas que estuvieran dispuestas a trabajar en la construcción de un hotel, y cuando este estuvo levantado, las peticiones se hicieron aún más amplias. Hacía falta más personal para atender en el hotel a todos los huéspedes que llegaban.

La mayor parte de la población acabó trabajando en el mismo. Pero como los turistas no paraban de llegar, pronto se inició la construcción de un segundo hotel, y de un tercero… Ya no era suficiente con el número de habitantes de Villa del Mar. Empezaron a llegar trabajadores de otros pueblos de la localidad, pero como tampoco ello era suficiente, comenzaron a llegar personas desde mucho más lejos incluso.

El paisaje cambió. En pocos años se llenó de edificios cuadrados y con alturas elevadas destinados a dar albergue a los visitantes. El antiguo camino que comunicaba con otras poblaciones acabó siendo asfaltado y ensanchado en forma de carretera. Por ella llegaban todos los veranos numerosos coches y autobuses que traían a turistas de todas partes de Europa, y con el tiempo, de todas partes del mundo. Sin duda el nivel de vida de la población había crecido considerablemente, pero a cambio se había modificado de forma irreversible el paisaje tan idílico que los vecinos de la localidad habían disfrutado durante siglos.

Desde entonces el pueblo, la ciudad para ser más exactos, no ha dejado de crecer y de mejorar económicamente. Es cierto que, en ocasiones, crisis puntuales han hecho que algunos hoteles cerraran, que en determinados años muchas habitaciones estuvieran vacías, que los turistas no siempre venían en la misma cantidad, y que a veces preferían otros destinos más baratos o menos transformados. Pero desde hace medio siglo, Villa del Mar es uno de los pueblecitos con mayor número de visitantes de Andalucía. Sus habitantes ya no se acuerdan de cuando sus antepasados se adentraban en el mar buscando alimento o de cuando otros antepasados más cercanos encendían los hornos para producir duelas para los bidones y los toneles.

La costa andaluza ha experimentado numerosas transformaciones al hilo de los cambios en las actividades económicas.