3. - Mi casa y mi barrio

La casa era bastante grande y, aunque en aquel momento me sentía pequeña ante la incertidumbre de lo que allí me esperaba, estaba ansiosa por conocerla. Su orientación, hacia el interior, evidente por las pequeñas ventanas, cerradas y sin vistas, imposibilitaban que me pudiera hacer una idea de lo que allí dentro había, así que, sin dejar pasar más tiempo, me decidí a entrar. Dejé a un lado la puerta principal (ostium) reservada a los señores y, nada más atravesar la puerta (posticum), acceso para los que como yo somos esclavos, me sobrevino una sensación de profundo agradecimiento a los dioses porque hubieran propiciado mi viaje a esa nueva vida. Como si conociera la distribución de la casa de toda la vida (lo cierto es que se parecía mucho a la de otras regiones por las que pasé a lo largo de mi periplo hasta allí), avancé hacia el patio central (atrium), corazón de la casa, desde donde aire y luz penetraban al resto de las estancias.

En el centro, custodiada por una serie de columnas, una fuente rectangular (compluvium) que recogía el agua de la lluvia que resbalaba por los tejados, propiciaba un ambiente relajado que contrastaba con el bullicio de la calle.

Desde allí pude acceder a todas las dependencias de la casa, la mayoría de ellas decoradas con mosaicos en suelos y paredes que, junto a detalles como sus dimensiones, acabados y el mobiliario, no dejaban lugar dudas sobre la posición acomodada de la familia que la habitaba.

Según observaba mi casa (¡qué raro me sonaba!), fui identificando las funciones para las que estaban destinados los distintos espacios: los que había dando a la calle se usaban como tiendas y almacenes (tabernae), separados en el centro por la puerta principal (ostium) y el vestíbulo; al fondo, la sala de reuniones (tablinum), despacho oficial donde mi amo recibía a sus clientes cada mañana y el comedor para los banquetes (triclinium); a los lados las habitaciones, unas eran dormitorios (cubicula), otras (cella) eran usados como despensa, granero y habitaciónes para los esclavos (en un rincón de alguna de ellas dormiría yo durante mucho tiempo). También podía ver espacios aprovechados como salones familiares e íntimos (oeci), la cocina (culina), bastante pequeña para lo que se podía esperar de una casa de estas dimensiones, viviendas de alquiler y otros detalles que ya os contaré más adelante. En cada uno de esos espacios, me iba imaginando algunas de las situaciones futuras que allí viviría.

En medio de tantas emociones, comencé a acusar el cansancio y, de no ser esclava, me hubiera encantado relajarme con un baño en las termas, sin embargo, mi ama me devolvió al mundo real haciéndome su primer encargo, debía acompañar a la otra esclava a comprar al mercado garum, una exquisita salsa para condimentar las comidas y que sólo estaba al alcance de la gente rica. Aquí fue cuando se produjo mi primer contacto con el barrio.

Por el camino empecé a fijarme en las casas vecinas a las de mis amos y las tiendas (tabernae) que en ellas se encontraban pues, aunque la casa de mis amos estaba en una calle principal, las calles secundarias no tenían nombres y, para saber moverme por allí era necesario conocer lugares de referencia (monumentos, fuentes, esquinas, estatuas, tiendas...). Además, cuanto antes me familiarizara con el lugar, mejor y más rápido haría mi trabajo y mis amos estarían más contentos.

Según me iba adentrando en el centro de la ciudad, iba percibiendo mayor variedad de olores: el cuero con el que trabajaban los zapateros, el de los libros de las librerías, el olor del pan recién hecho en las panaderías, los aliños de los salazones, el vino de las tabernas... Los anuncios o símbolos de los negocios en sus propias paredes o en columnas cercanas distraían mi vista, propiciando algún que otro tropezón con alguna piedra sobresaliente de la calle (via).

La densidad del tráfico y el ruido de la calle, era señal inequívoca de que aún era hora punta: por un lado se podía ver a los que trataban de guiar sus caballos por el trayecto más rápido, por otro, esclavos acompañando a los hijos de sus amos de camino a la escuela, clientes dirigiéndose a las casas de sus amos para la visita matinal, esclavas haciendo los recados de sus amas y, según iba llegando al centro, un gran gentío entre el que se podían distinguir sacerdotes, magistrados, abogados, hombres de negocios, mercaderes de esclavos, jornaleros, campesinos, artesanos y otros muchos, camino del foro, de los templos, de la basílica, de las termas, de la biblioteca, del mercado...

Caminé hasta el mercado (macellum), una especie de plaza cubierta, rodeada de pórticos que te resguardaban del calor y la lluvia, en los que se abrían comercios y almacenes. Allí y en los alrededores, los colores, los sonidos y los olores te embriagaban los sentidos: lo mismo olías el cuero de zapatos viejos arreglados o libros usados, que animales vivos de granja como gallinas o pollos, o comidas calientes y salazones. Se podían encontrar desde baratijas, objetos hechos de cestería, de piel, sobre todo sandalias y cinturones, objetos hechos de hierro como cuchillos o tijeras, tinajas y demás utensilios necesarios en la vida cotidiana, hasta gente que intentaba sacarse algún dinero improvisando un poema, haciendo malavares y jugando con serpientes o espadas.

Desde luego este ambiente contrastaba con el tipo de tiendas que se podían encontrar en barrios como el de mis amos, donde la mayoría de los establecimientos que había, además de ser grandes eran de lujo. En ellos podías encontrar, además de tiendas que vendían productos de primera necesidad como el pan, toda clase de perfumes, vidrios, cerámicas, estatuillas, joyas, mosaicos y un montón de objetos que, entre recuerdo y recuerdo, me habrían las puertas a una nueva vida.