Cabe hablar de filosofía en un significado más general, como forma de pensar o interpretar la realidad o, en un sentido más específico, como el conjunto de saberes que buscan establecer racionalmente los principios generales de la realidad, su conocimiento y el sentido del obrar humano. Si bien el primero se refiere a una actividad propia del ser humano en cualquier momento de la historia, en su segunda acepción la filosofía se refiere a un conocimiento acumulado en el seno de una tradición que tiene su origen en Grecia en el siglo V a.c. y que prosigue de forma ininterrumpida hasta nuestros días, en un ámbito de participación progresivamente universal.
A pesar de su pretensión de universalidad y su carácter abstracto, el trascurso de la filosofía no ha sido ajeno a los problemas particulares que han caracterizado a cada momento histórico, y ha sido estrecha su interacción con esquemas de pensamiento propios de cada época forjados por ejemplo por las convenciones sociales, las creencias religiosas o los conocimientos científicos del momento. La evolución en estos ámbitos y en la propia filosofía ha determinado la remodelación del mapa de los saberes, la relación entre la filosofía y la ciencia, o la función asignada a las diferentes ramas de la filosofía. Así, por ejemplo, las pretensiones cognoscitivas de la metafísica se han visto rebajadas en los últimos siglos, planteamientos como los de la filosofía de la religión se han resentido de los cambios producidos en el contexto sociocultural o ramas como la antropología filosófica han condicionado sus planteamientos a los resultados ofrecidos por la ciencia empírica. Ello no quita, sin embargo, la producción sostenida a lo largo de la historia y la línea de continuidad temática llevada a cabo en el seno de las diferentes ramas filosóficas. Dicho trabajo sostenido se ha basado en la consideración del legado histórico acumulado y el empleo de la coherencia argumental propia de la filosofía.