2. El estudio de los astros
Uno de los asuntos que ha intrigado a la humanidad desde los albores de la historia ha sido el movimiento de los cuerpos celestes.
Las civilizaciones antiguas (Egipto, Babilonia, China, etc.) ya realizaron sus primeras observaciones y plantearon teorías que intentaban explicar los cielos. Así, los egipcios pensaban que la Tierra era un disco plano, sobre este estaba el firmamento y debajo un abismo. Este planteamiento dominó las ideas del hombre durante muchos siglos, de hecho, aún hoy sigue habiendo adeptos a esta teoría, los llamados terraplanistas.
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Imagen de Biblioteca Huelva. Wikipedia. CC |
Los primeros filósofos griegos (en siglo IV a. C.) consideraban la Tierra el centro geométrico del universo y el resto se localizaban alrededor de esta: Tales de Mileto veía la Tierra como un disco flotante sobre agua y rodeado por una bóveda celeste con estrellas fijas. Pitágoras y su escuela pensaban que la Tierra era una esfera que giraba alrededor de un fuego central. Platón consideró al Universo como algo armónico en el que predominaba la forma esférica. Aristóteles, discípulo de Platón, imaginó un conjunto de esferas concéntricas móviles que giraban alrededor de un punto fijo en el que se encontraba, inmóvil, la Tierra. Distinguió dos zonas: todo lo que se encontraba debajo de la órbita de la Luna (la Tierra y todo lo que había en ella) estaba hecho de una sustancia perecedera que se descompone. La Luna y el resto del Universo estaban compuestos de una sustancia eterna.
Después de Aristóteles casi todos los pensadores admitían que la Tierra era esférica pero no se tenían estimaciones de su tamaño. Gracias a sus habilidades en geometría, logra determinar la relación de tamaño entre la Tierra, la Luna y el Sol y llega a la conclusión de que la Tierra está mucho más alejada del Sol que de la Luna.
En el siglo II d. C. aparece una figura que revoluciona todos los conceptos astronómicos del momento, Claudio Ptolomeo. Desarrolla un modelo de movimiento planetario: además de las estrellas fijas, Ptolomeo hablaba de unos cuerpos errantes o planetas que seguían unas trayectorias llamadas epiciclos cuyos centros, a su vez, rotaban en unas órbitas mayores llamadas deferentes. En el centro de todos los deferentes siempre estaba la Tierra. Se trataba de un sistema geocéntrico.
Este modelo sigue vigente hasta la Edad Media, época en la que las ideas religiosas se contraponen con las científicas.
Es en este tiempo cuando Nicolás Copérnico (1473-1543) escribe su obra más importante: "De Revolutionibus Orbium Caelestium", en él describe el movimiento de todos los planetas, incluyendo la Tierra, como revoluciones alrededor del Sol.
Aunque fue una revolución científica de grandes dimensiones, su modelo encontró detractores al no ser capaz de explicar todas las observaciones que ponían en duda el modelo geocéntrico. Todo era debido a las órbitas circulares que defendía Copérnico. Estas no facilitaban mucho la resolución de muchos de los problemas que habían aparecido. Además, el rechazo al modelo heliocéntrico era alentado por los poderes fácticos del momento.
El mismo Copérnico llegó a la conclusión que las estrellas fijas tenían que estar más lejos que los planetas.
Galileo Galilei (1564-1642) un siglo más tarde, gracias al diseño de nuevos telescopios, descubrió evidencias del modelo copernicano y defendió el modelo heliocéntrico. La concepción de universo aristotélico inmutable y perfectamente esférico desapareció y el de Ptolomeo ya no se sostenía.
Otro gran defensor de las ideas de Copérnico fue el astrónomo Johannes Kepler (1571-1630) quien, basándose en los datos astronómicos recogidos por su maestro Tycho Brahe, realizó una estimación del movimiento de los astros.